Por Karina Micheletto.
Imagen: Rafael Yohai |
La tele del hotel donde se aloja Ziraldo en Buenos Aires está clavada en CNN, y esta mañana la ciudad de la que viene es noticia: “Río de Janeiro violento: en los últimos 8 años se registraron 500 muertos por mes”, comunica el zócalo. El ilustrador, historietista, pintor, escritor, periodista, dramaturgo –entre otras cosas– lanza una risotada: “¡Pero qué estupidez! Si tuviéramos 500 muertos por mes, sería imposible llevar hijos a la escuela, ir al cine, al supermercado, ¡sería imposible vivir! Cualquiera que lo piensa un segundo, entiende que es un chiste”. Ziraldo llegó para presentar en la Feria los libros que Continente reeditó en la Argentina (ver aparte), entre ellos el best seller O menino maluquinho, traducido como El polilla, un fenómeno editorial con más de tres millones de ejemplares vendidos. Es como autor de literatura infantil que ha sido convocado, pero la CNN despierta en él otra de sus facetas: la de periodista –oficio que ejerció casi exclusivamente como “resistencia a la dictadura”, según define– y el humor con el que vuelve sobre el siguiente zócalo del canal: “Río de Janeiro: nueva planificación urbana”: “¡Ah, perfecto, nos dan el Río malo y el Río bueno, ¡es a gusto del televidente!”, se ríe.
En esa Río en la que reside, y en el Brasil todo, Ziraldo es una figura que convoca multitudes. Los más chicos y los más grandes conocen sus libros porque los leyeron en la escuela y los compartieron en las casas, y sus personajes son parte de la cultura popular: Jeremías, o Bom (Jeremías el bueno), la Supermae (Supermadre), la Maestra Macanuda que recientemente fue editada aquí, el Mineirinho (Minerito) o el Maluquinho, El polilla, algo así como una Mafalda brasileña. Sus obras fueron adaptadas al teatro y al cine, y sus dibujos aparecen en sellos conmemorativos, campañas públicas, libros y revistas, carteles, cajas de fósforos y remeras.
En la Argentina, su libro más emblemático fue traducido por Juan Forn –“nos vimos varias veces para aquella traducción y nos hicimos amigos. Ojalá pueda verlo ahora”, comenta– y publicado en los ’80 por Emecé como El pibe piola. Ahora vuelve como El polilla, tal como se lo bautizó también en Chile. Difícil delinear una traducción que abarque el amplio significado de maluquinho en Brasil: más allá del diminutivo, encierra una denominación cariñosa, algo del orden de la ternura, y es la manera en que se llama a los niños terribles. “En Brasil, si te dicen que el cielo está azulcinho, es porque es un cielo de aquéllos. Si te hablan de una pradera verdinha, podés sentir hasta el olor a fresco. No hay traducción para ese diminutivo que usamos sólo nosotros”, observa Ziraldo. Lo que sí puede llegar con idéntica empatía, más allá de abismos del idioma, es esta historia de un niño tan especial y tan parecido a tantos, que empieza así: “Había una vez un niño muy, pero muy travieso.
Era tan travieso y tan inteligente que la gente decía: ‘¡Qué niño tan pillo!’
Se comía el mundo con los ojos.
Tenía el viento en los pies
y un petardo en el trasero”.
Ese niño imposible, al que niños y adultos pueden reconocer en tantos otros Polillas, surgió del pedido de una maestra: “Durante la dictadura en Brasil no había libertad de prensa. Y había una curiosidad muy grande por saber qué estaba pasando. Los militares tenían una muletilla: decían que entre la generación de los adultos y la de sus hijos había un gap, una grieta, y que había que encaminar a los hijos para borrar esa brecha. Y yo me dediqué con mucho ahínco a contar que era una gran mentira.
–¿Cómo fue eso?
–Junto con otros artistas e intelectuales, éramos invitados a dar charlas en escuelas, universidades, clubes, existía esta avidez ante la censura. Sigo pensando lo mismo: ¿de qué gap hablaban? Los hijos de los militares quizá tenían vergüenza de sus padres, ¡nuestros hijos no! Ellos fueron formados en el acceso a la cultura y todos siguieron haciendo algo similar a lo que sus padres hacían: yo soy el primer fan de mi hijo Antonio Pinto, que ha compuesto la música de películas como Estación central o Ciudad de Dios, de mis hijas Fabrizia Amarante y Daniela Thomas, grandes directoras, escenógrafas, artistas sensibles. Y eso es lo que yo iba a decir a las escuelas: no hay gap, en tanto uno pueda ser cómplice de sus hijos. ¡Dejen que ellos realicen sus propios destinos! Dejen de preocuparse por el futuro de sus hijos, porque ese futuro está hecho de muchos hoy: si son felices hoy, serán felices siempre.
–¿De esa idea nació el menino maluquinho?
–Fue la idea de una maestra, que me dijo: “Por favor, escriba un libro sobre esa idea”. Yo no soy teórico de la educación ni filósofo, pero pensé que podía ser la idea para un libro para niños. Un libro que tenga como protagonista a ese niño que hoy llaman “hiperactivo”, como si fuese una patología. Pero resulta que ese niño está lleno de vida, construye cosas, crea, imagina, aprovecha la vida. No estudia mucho, es cierto, no tiene paciencia para estudiar, está muy ocupado en cosas que considera más importantes. Ese es El polilla. Nunca creí que iba a terminar sucediendo lo que sucedió: salió en agosto de 1980, para la Navidad ya había vendido 100 mil ejemplares. Y ahora ya va por los 3 millones 300 mil. Un absurdo.
–¿Por qué cree que prendió tanto?
–Supongo que fue una cuestión de identificación. Hablaba de una manera original, y también era original el libro: no tenía color, sin ser una historieta el dibujo era parte importante de la historia, y el pasaje de una página a la otra formaba parte de la narrativa. Eso es algo que siempre me interesó: usar el movimiento de la página para contar la historia, proponer una sorpresa a la vuelta de página.
Ziraldo Alves Pinto nació en la pequeña localidad de Caratinga, Minas Gerais, a unos 500 kilómetros de Río. Su nombre surge de la combinación del de su madre, Zizinhay, y el de su padre, Geraldo. “Mi papá tenía mucha imaginación, y le dio a elegir a mi madre entre dos nombres. Por suerte no eligió Gezi”, se ríe. “Durante mucho tiempo fui el primero y el único Ziraldo, pero por las listas de lectores sé que ahora hay 46 Ziraldos en Brasil”, cuenta. Así que hay al menos 46 tan admiradores como para transmitir ese cariño al nombre de sus hijos. Y hay tres generaciones –porque ya hay abuelos que pasan a sus nietos sus lecturas de infancia– enganchadas con el Menino Maluquinho,el Bebê Maluquinho y parientes cercanos como la Professora Muito Maluquinha y Vovó Delícia. Cuesta creer que este hombre locuaz, interesado tanto en saber como en contar, que puede hablar con pasión de la obra de Monteiro Lobato, Hugo Pratt, Breccia o Fontanarrosa, que asegura que lo mejor de su trabajo es “discutir” con los chicos que leen sus libros, tiene 82 años: “¡Yo soy muy antiguo! Nací en 1932, más cerca del siglo XIX que del siglo XXI”, advierte divertido.
–Escritor, ilustrador, historietista, pintor, diseñador, cartelista... ¿cuál de todos estos oficios lo define mejor?
–Es todo lo mismo, yo soy un contador de historias. Todo tiene que ver con inventar historias, y con el humor. El vehículo fue primero el dibujo, y bastante después, la palabra. No soy pintor, hago experiencias de pintura porque tengo la habilidad del dibujo, manejo el diseño, el color. Pero no tengo nada para decir con la pintura: no sería honesto de mi parte dedicarme a eso. Con la historieta, y sobre todo con el humor, siento que puedo decir todo lo que quiero decir. Empecé siendo un narrador con las historietas en los cuadernos de la escuela, en cualquier papelito que encontraba. A los quince años ya tenía las cosas muy claras: salí de Caratinga a Río decidido a ser un dibujante de historietas.
–¿Y lo logró pronto?
–Empecé a vender algún que otro chiste en diversas publicaciones. Pero para ganarme el pan entré a trabajar en una agencia de publicidad. Esa fue mi universidad, ahí aprendí todo sobre el dibujo, el color, las formas. Con el tiempo logré trabajar en publicidad firmando mis trabajos, tengo una gran obra en carteles y portadas de libros. Y después empecé a hacer historietas, chistes para diarios y revistas. Eso me dio notoriedad. Hasta que en 1960 logré hacer mi revista de historietas: Perere. Empezó con personajes folklóricos, pero después se fueron haciendo más políticos, muy de izquierda. Cuando llegó el golpe, claro, la revista se cerró, pero aún hoy esas historietas son muy usadas en las escuelas.
–Otro hito en su carrera fue O Pasquim, que fue como la Humor. ¿Cómo se sostuvo en dictadura?
–Agradezco la comparación porque Humor fue una gran revista, fuimos amigos con Cascioli, un talentoso. O Pasquim reunía a los dibujantes brasileños, duró desde el ’60 hasta el ’69. Con el tiempo llegué a la conclusión de que fue un poco consentida por una parte de los militares, que creían que era mejor dejar abiertos pequeños núcleos de libertad, válvulas de escape. En el medio fuimos presos varias veces.
–¿Y cómo pasó a escribir para chicos?
–Cuando empezó la dictadura yo hice un libro para niños que se llamó Flicts, la historia de un color. La gente le encontró un sentido político y por eso tuvo un gran éxito. Era un color que no encajaba entre los establecidos, y lo que le decían los colores del arco iris (“aquí tenemos una tradición”, “hay que respetar el orden natural de las cosas”) era lo que decían los militares. Pero no lo hice con esa intención, lo hice para contar una historia. En fin, tuvo un éxito absurdo.
–¿Qué es lo que más disfruta de escribir para chicos?
–Lo que devuelven es muy gratificante. A partir de los 7 años, y hasta la preadolescencia, el niño vive los mejores años de la existencia. Son cuatro veranos fantásticos. A los más pequeños no los entiendo tanto. Quiero decir, no te miran con desconfianza, aún tienen toda la fe en el mundo. Los de 7, 8, 9, 10, en cambio, te miden, discuten, se imponen. Me molesta que piensen que porque escribo para niños me gusta jugar con los niños. ¡No, yo no quiero jugar con ellos! No tengo paciencia. Quiero discutir, saber lo que piensan, intercambiar ideas. Eso es lo que amo hacer cuando voy a las escuelas.
–Y las maestras, ¿qué piensan?
–Algunas son geniales, otras no entienden nada. Te dicen: “Lindo su libro, pero muy difícil para los chicos, ¿no? No tiene conejitos”. Yo jamás descarto una idea “difícil” porque esté escribiendo para chicos. A lo mejor el niño no lo comprende ahora, pero lo hará después. Millor Fernandes, gran maestro mío y de mi generación, me dio un consejo: “Escriba siempre para su lector más inteligente. No escriba nunca para sus lectores”. Y eso es lo que he tratado de hacer, hasta el día de hoy.
Fuente : Página 12
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